Wonderland. Capítulo 2.

Foro donde los usuarios pueden demostrar su destreza artística dando a conocer sus fanfics, fanart, poesia, historietas...
Avatar de Usuario
Blueberry
Aprendiz
Aprendiz
Mensajes: 7
Registrado: Sab Nov 16, 2013 5:12 pm
Edad: 28

Wonderland. Capítulo 2.

Mensaje por Blueberry »

Hola a todos. Soy nuevo y aún no conozco muy bien el foro, pero como he entrado para compartir mis fanfics, supongo que será lo primero que haré. Dicho esto, he aquí la sinopsis de lo que será Wonderland:

Gary Cahill y Simon Hawkins son una pareja de cazarrecompensas un tanto peculiar. El primero es un anciano cojo y cascarrabias, y el segundo un intento fallido de marine con las expectativas demasiado altas. Ambos se centran en cazar a los bandidos que hay en tierra, pues aunque tengan las recompensas más bajas, no son tan peligrosos. Pero un día, Simon propondrá a Gary salir al ancho mar para lograr más dinero y que el anciano se pueda retirar, cosa que Cahill no ve con tan malos ojos. Pero no podrán ir solos; según Simon necesitan un "músculo", alguien capaz de encarar al enemigo. La búsqueda de un terrorista llamado Bleu les llevará a Einsen, donde también conocerán a ese "músculo", un viejo conocido del manga de cuyo pasado Simon y Cahill no saben absolutamente nada. Por ahora.
Última edición por Blueberry el Dom Nov 24, 2013 6:04 pm, editado 1 vez en total.
Avatar de Usuario
Blueberry
Aprendiz
Aprendiz
Mensajes: 7
Registrado: Sab Nov 16, 2013 5:12 pm
Edad: 28

Re: Wonderland. Capítulo 1.

Mensaje por Blueberry »

Spoiler: Mostrar
Las calles se teñían del color de las calabazas, y las sombras que creaban las velas de su interior dibujaban sombras en las paredes de las destartaladas casas blanquecinas de la ciudad. El desfile de vistosas carrozas y enormes globos bajaba por las calles del monte hasta la playas como un río de alboroto y alegría naranja. La oscura noche de Halloween era un placer que solo se podía disfrutar una vez al año, y los ciudadanos de Einsen sabían disfrutarla como nadie. ¡Vaya que si sabían!
Al amanecer del día siguiente ya se empezaban a preparar los festejos para el año próximo. Los grupos de amigos se juntaban para preparar la carroza más vistosa y hacerse con la admiración de los más jóvenes, y tejían los disfraces más terroríficos para asustarlos cuando se acercaban. Los trajes más populares eran, sin duda alguna, los del temible demonio Jagui-Rani, pues en verdad era un demonio cruel y despiadado, pero no lo representaban tan bien como les gustaría. Los niños, aunque jóvenes e inocentes, sabían que esos demonios les daban dulces y caramelos para varias semanas, y se acercaban a ellos como las polillas al fuego.
Todo el pueblo estaba reunido aquella noche en la calle principal. El cauce del río naranja seguía hacia abajo sin pausa, y los niños se acercaban a las carrozas en busca de sus tan ansiados caramelos. Los padres, mientras, disfrutaban de conversaciones con sus amigos sin que ningún pequeño diablillo se entrometiese, aunque fuese difícil escuchar a nadie con el zumbido de la música tras la oreja.
Sería esa la razón, quizá, de que nadie oyese los avisos de Simon, que con poco éxito intentaba detener la primera carroza.
–¡Para, por favor! –suplicaba a gritos al conductor.
–Quita de en medio. ¿Es que no ves que molestas? –recibió como respuesta.
–Tienes que parar el carro. Escucha. No puedes llegar al puente –dijo señalando una enorme estructura a lo lejos, rodeada de pinos y que cruzaba un acantilado –. Van a derruirlo.
–¡Ah, claro! Así que este año también.
En conductor ignoró a Simon y siguió adelante como si nada.
–Escucha, esto no es una broma.
–Mira, chaval, siempre hay un graciosillo como tú empeñado en parar el desfile. ¿Y sabes lo que te voy a decir? Que te puedes ir al infierno. No voy a parar el carro por un mentiroso. ¡Aparta!
El conductor soltó la pierna y golpeó a Simon en el rostro, quien cayó al suelo, a un lado de carro, mientras el desfile seguía adelante en una marcha imparable hacia una estrepitosa caída.


Las enormes manillas del reloj parecían girar cada vez más rápido mientras Cahill tanteaba la cubierta de aquel arma mortal. Palpaba con los dedos la tapa. La bomba que tenía en su interior podía explotar en cualquier momento. Cahill echó mano a su muleta y se levantó costosamente del suelo. Pegó una patada a la caja, pero estaba incrustada en la enorme estructura de madera y no se soltó. La golpeó de mil formas: con la muleta, presionando con la planta del pie... pero nada.
Alzó la vista. El río naranja surcaba la avenida principal de Einsen en medio de un incómodo eco. Casi nada se oía desde el puente que unía los dos lados del ancho cañón, pero a Cahill le parecían ruidosos tambores de guerra. Si tan solo se detuviesen... Simon tenía que pararlos de una manera u otra, pues su trabajo (el de Cahill) no iba muy bien. Tres kilómetros separaban al primer carro del puente, y había ocho bombas a lo largo de la enorme estructura. Cahill golpeó con su frente la columna de madera y se hundió en un sollozo. Con su cojera, no podría llegar al otro lado del puente, y él lo sabía muy bien.
Golpeó de nuevo la tapa de la caja metálica con la muleta, esta vez con más fuerza, pero la muleta se dobló. Cahill lanzó un grito sordo, pero siguió golpeando, y siguió, y siguió, y siguió, hasta que al fin la caja cedió. Cahill se asomó expectante, pero su cara reflejó desesperanza de inmediato. Lloró.



Día 7 antes de los sucesos anteriores.
Una semana antes de la noche de Halloween, la taberna de Emethor, en el pueblo costero de la isla Gimen del Mar del Norte, no estaba siendo muy transitada. Un hombre cubierto por un manto ceniza entró por la puerta giratoria y caminó hasta la barra, donde había, a parte del camarero, otros dos tipos de mal ver, cubiertos de tatuajes, pendientes y ropas sucias de bandido. El hombre cubierto se sentó al lado de ambos, y se sumergieron en una conversación que nadie pudo escuchar.
En una esquina de la taberna, escondidos en las sombras, ocupaban lugar los dos hombres que completaban la demografía de la estancia. Uno, joven, rubio, de pelo corto y en otro mundo, mojando un trozo de pan en su vaso de leche; el otro, un viejo calvo y adormilado, más atento a las hormigas que recorrían las tablas del suelo con migajas de pan que a otra cosa.
–¿Cuánto pesarán? –preguntó Simon, el más joven.
–¿Qué? –preguntó Cahill, de vuelta a este mundo.
–Que cuánto pesarán –repitió señalando la hilera de hormigas–. Las hormigas.
–Yo qué sé.
–Dicen que pueden levantar cien veces su peso. Eso sí que es fuerza, eh. Ojalá fuese yo tan fuerte. Me convertiría en el mejor marine del mundo.
Cahill soltó una carcajada.
–¿Qué pasa? –dijo Simon, molesto.
–No creo que te admitiesen en la marina.
–¿Ah, sí? Tú que sabrás.
–Eres un yonki.
–¿Yonki? ¿Yo un yonki?
Cahill hizo callar a Simon con un ademán. El hombre del manto gris salió de la taberna. Simon lo observó ir.
–¿Es él? –preguntó a Cahill.
–Eso parece.
–¿Pues a qué esperamos? Vamos, le damos una paliza y cobramos la recompensa.
–¿Sí?
–Sí –asintió Simon como si fuese obvio.
–¿Un cojo y un yonki?
Simon se arrebujó en su chaqueta y se apoyó en el respaldo, cruzado de brazos.
–No te pongas así –dijo Cahill –. Tenemos que apañarnos con lo que tenemos. Y ese tipo es peligroso. Hay que hacer las cosas bien, con cuidado. Este no es como los otros. ¿Has visto su recompensa? Seis cifras, Simon, seis. Tienes que ser muy peligroso para que te pongan una recompensa tan alta. No nos vamos a precipitar.
–¿Y si se va?
–Lo perseguimos.
–¿Hasta dónde?
–Hasta donde haga falta, hasta el momento adecuado. Y no me discutas.
–¿Y si hace alguna de las suyas?
–Pues que lo haga. Somos cazarrecompensas, no marines o guardias.
–¿Sí? Pues mira.
Simon se levantó de su silla y se dirigió hacia la barra. Cahill leyó sus intenciones al vuelo y agarró su muleta de metal, pero para cuando se quiso levantar, Simon ya se había plantado frente a los dos hombres de la barra, diciendo:
–Vosotros, capullos, ¿qué le habéis dicho al otro?
Los dos hombres se giraron al unísono.


–¿Qué te dije?
–Cállate –dijo el convaleciente Simon a regañadientes.
Habían pasado el día en el hospital. La gracia le había costado a Simon dos dientes, unas bonitas marcas de nudillos en la mejilla y tres costillas rotas, y ahora descansaba en el pesado catre.
–¿Hasta dónde seguiremos a Bleu? –insistió Cahill saboreando la pregunta.
Simon hizo un gesto con la mano a Cahill, y este acercó el oído.
–Vete a tomar por culo.


Día 5 antes de los sucesos anteriores.
–Músculo –replanteó Cahill mientras cruzaban un gran puente que unía Einsen con el resto de la isla.
–Claro –dijo Simon como si fuese obvio –. Mira: tú tienes la experiencia y yo las ganas. Solo nos hace falta la fuerza. Alguien que cace a los malos.
–Pero entonces ganaríamos menos.
–¡Al contrario! –replicó Simon levantando bruscamente las manos–. Verás, puede que tengamos que partir la recompensa más, pero con la ayuda de alguien fuerte podríamos ir a por peces más gordos. Criminales de talla, ya sabes. Salir al mar. Ahí es donde más ganan los cazarrecompensas.
–Ni hablar, ni hablar. De eso nada. Recompensas más grandes es sinónimo de más peligrosos, y yo ya estoy viejo y tú eres un novato. No mires tan alto.
–Venga, hombre, para eso estaría el músculo.
–¿Y si el músculo falla? Nada, nada. No compensa.
–Pero si...
–¡“Pero si” nada! He dicho que no y es que no. No seas tan cabezón. Los cazarrecompensas ambiciosos mueren jóvenes.
Simon giró la cabeza, molesto, y miró la estructura del puente. Era una construcción enorme, de más de trescientos metros de longitud y unos quince de anchura,fabricada completamente de madera. El entramado de columnas y vigas se extendía hasta un río que más que verse, se imaginaba allá abajo. De repente, a Simon le recorrió el cuerpo un escalofrío y se alejó del borde del puente. Tres kilómetros y tres cuartos de hora más tarde, la pareja de peculiares cazarrecompensas pisó Einsen por primera vez.
Los ciudadanos, alegres como niños, colgaban guirnaldas que cruzaban las calles en los techos, y colocaban cuidadosamente terroríficas calabazas de dientes afilados y ojos penetrantes e intimidadores. Un grupo de jóvenes corrían de aquí para allá disfrazados de fantasmas con una sábana blanca cubriendólos de pies a cabeza, asustando a las señoras que hablaban tranquilamente con sus vecinos y a los que paseaban solos o hacían la compra en las tiendas de al rededor. Carne, pescado, verdura, pasteles. Había de todo en la famosa ciudad de los mercaderes, el centro de toda actividad comercial de la pequeña isla.
Simon y Cahill entraron en la primera taberna del pueblo y se sentaron en la barra. El dueño del local, un hombre de pelo alborotado y bigote castaño, con una nariz grande como un puño, les atendió gruñendo:
–¿En qué os puedo ayudar? –se ofreció una voz grave y ronca.
–Nos gustaría comer –respondió Cahill –. ¿Tiene carta?
–Para comer menú deben sentarse en una de las mesas.
–Bien, gracias –agradeció Cahill.
–¡Kalahadol! –gritó el dueño–. Lleva a los clientes a la mesa y atiéndelos.
Un hombre vestido con un uniforme negro de camarero se giró al otro lado de la estancia. Estaba sirviendo a otros clientes una copa de vino. Cuando hubo acabado, dejó la botella sobre la mesa y pidió disculpas por la interrupción a los clientes, componiendo una sonrisa amable. Se giró y con un ademán de mano señaló una mesa frente a la ventana y caminó delante de los cazarrecompensas, que lo siguieron sin hablar.
–¿Para dos? –preguntó el camarero con una voz cálida.
–Sí, para dos, para nosotros dos –se adelantó Simon. Cahill se giró hacia el novato y gruñó, pero este lo ignoró.
–Esta es su mesa, señores. ¿Van a tomar menú del día o elegirán entre los platos que tenemos en la carta?
Simon y Cahill se sentaron en la mesa para dos que chocaba contra la pared, y Simon dijo:
–¿Qué tiene el menú del día? –preguntó Cahill.
–De primero sopa de calabaza, y de segundo pescado frito con naranja.
–Tomaremos dos de eso –sentenció Cahill.
El camarero hizo una reverencia, y cuando se fue a retirar, Simon lo abordó con una pregunta.
–Oye, ¿qué pasa en la cuidad? ¿Hay fiesta o algo? Digo, porque todos están como... como se está antes de una fiesta.
–Son las fiestas de los espíritus, señor, Halloween. Es dentro de cinco días, y los ciudadanos andan con los preparativos. ¿Se quedarán? También disponemos de habitaciones, si lo desean.
–Por supuesto –respondió Cahill para sorpresa de Simon, quien nunca le había escuchado hablar tan animado –. ¿Podemos alquilarla cuando acabemos de comer?
–Sí, señor, si así lo desea. Para el proceso de arrendamiento deben ustedes hablar con el dueño del local, el hombre que hay tras la barra.
–Muchas gracias.
El camarero se fue a la cocina, una puerta que había a la derecha de la barra, y habló a una señora que asintió y buscó en uno de los cajones al lado de los fogones. Luego, siguió atendiendo clientes. El bar no estaba lleno, pero parecía un negocio próspero. Habían clientes aquí y allá, esparcidos cuidadosamente por la sala. La mayoría guardaban silencio, menos un hombre borracho, allá, en una esquina de la barra, que montaba jaleo y pedía una copa más. Un hombre gordo como un elefante y calvo entró por la puerta penduleando y se dirigió a la barra.
–¿En serio nos vamos a quedar? –preguntó Simon, aún incrédulo.
–Claro. Mientras tú te echabas una siesta en el hospital, un informante –carraspeó –nos facilitó el próximo destino de Bleu. Venía aquí. Así que vigilaremos el pueblo hasta que aparezca y esperaremos el momento oportuno para cazarlo.
–Ya decía yo que aquí había gato encerrado.
Cahill asintió y escrutó la calle al otro lado de la ventana detenidamente, con el ceño poblado fruncido. Guardaron silencio hasta que el camarero regresó con dos platos hasta arriba de una sopa naranja y los puso frente a los cazarrecompensas, quienes olieron el dulce aroma del primer plato y se les hizo la boca agua. Simon miraba con los ojos enormes cuando fue interrumpido.
–¿Van a desear los señores –preguntó el camarero –algo para beber?
Simon asintió.
–Agua.
–Muy bien.
El camarero se retiró hacia la barra, y junto a un hombre gordo y calvo, masculló algo al dueño del bar. El dueño le sirvió dos vasos de agua que Kalahadol llevó hasta Cahill y Simon. Luego, hizo otra reverencia y se marchó diciendo que si necesitaban algo más, le llamasen.
–¿Has pensado ya sobre mi idea? –preguntó Simon mientras arrebañaban las última cucharadas del plato.
–¿Qué idea? –dijo Cahill, y sorbió un poco más de su sopa de calabaza.
–El músculo.
Cahill soltó un soplido.
–En serio, deberías pensarlo. Imagínate lo que conseguiríamos si encontrásemos al tipo adecuado: montañas de dinero. A Bleu lo habríamos cazado hace semanas, y ahora estaríamos cubiertos de oro. Seríamos ricos.
–No sé... no necesitamos el dinero.
–Claro que sí. Tú también te querrás retirar algún día, ¿no? Mira tu pierna. No puede ser bueno estar siempre caminando y metiéndote en líos. Imagínatelo: das varios buenos golpes y te retiras a un pequeño pueblo donde abres una panadería, una taberna, ¡o ni eso! Vivir del cuento, Gary. Compras una casa, unas vacas, unos cerdos y unas cabras, pagas a un joven para que te plante un jardín.
–Me moriría del aburrimiento.
–Pues plantas tú el jardín. Venga, no es tan mala idea.
–Deja que lo piense, ¿vale? Llevo ya mucho tiempo en esto. Me lo tengo que plantear.
Cahill agachó la cabeza y mareó la sopa con la cuchara. Simon escondió una sonrisa pícara y bebió un trago de agua. El camarero llegó e hizo un amago de coger los platos. Los clientes dejaron las cucharas sobre la mesa, por lo que Kalahadol se llevó los platos para más tarde volver con otros llenos de un pescado que olía que alimentaba, fresco y bien cocinado, con rodajas de limón y una salsa espesa adornándolo. Simon hincó el diente en cuanto el plato hubo tocado la mesa. Ante la embestida del joven cliente rubio, el camarero sonrió. Dejó el otro plato y se fue a atender a una pareja de ancianos que había sentados apenas a dos palmos.
En medio del banquete, Cahill y Simon se giraron hacia la barra. Un hombre musculoso andaba montando alboroto porque, al parecer, no le querían servir otra copa.
–Mira –señaló Simon –, ese sería un buen músculo.
–Estas de broma, ¿no? Es demasiado ruidoso, y bebe. Sería una carga. Y además no parece nada del otro mundo. Un bebedor violento, nada más.
El hombre gordo y calvo se acercó para tranquilizar al hombre musculoso, que ya estaba borracho, pero este le empujó y lo tiró al suelo. Pronto el pobre y bienintencionado cliente se vio en el centro del huracán, siendo el objetivo de un toro fuera de control.
Y entonces ocurrió algo muy curioso. El camarero, que hacía instantes había estado a menos de dos metros de Simon y Cahill, apareció tras el hombre borracho y le puso la mano en el hombro. El borracho se revolvió y golpeó con el puño al camarero, pero este, con un movimiento de muñeca, desvió el ataque.
–Será mejor que se vaya, señor –advirtió el camarero.
Pero fue ignorado. Para cuando el hombre borracho quiso levantar la mano para golpear al camarero, cayó al suelo rendido frente a su objetivo. Kalahadol lo agarró del cuello de la camisa y lo arrastró hasta la puerta.
Simon miraba la escena boquiabierto. Antes no se había fijado en el físico delgado y estirado del camarero, quien ahora parecía más alto que al principio. La luz, que entraba a raudales por la puerta, hacía brillar el pelo negro verdoso del camarero, y sus gafas reflejaban una tranquilidad impoluta. El camarero giró la cabeza, y con una mirada de fría satisfacción, animó a seguir comiendo a los clientes con tranquilidad. Pronto todo volvió a la normalidad.
Cahill sonrió.
–Ese sería un buen músculo.
A Simon no le salían las palabras, parecía atascado.
El camarero ayudó al hombre gordo y calvo a levantarse y le pidió perdón por lo ocurrido. Él mismo, de su sueldo, pagaría al cliente lo que quisiese tomar, por las molestias causadas y en muestra de agradecimiento por su amabilidad.
Entonces Kalahadol se colocó las gafas con la palma de la mano, como lo haría un gato para no arañarse la cara, y a Simon le recorrió el cuerpo un escalofrío, más incómodo que cuando se asomó al abismo sobre el que se alzaba el puente de madera de entrada a Einsen.
El rostro del camarero, frío e inexpresivo, se perdió entre la comida.
Última edición por Blueberry el Dom Nov 24, 2013 6:05 pm, editado 2 veces en total.
Avatar de Usuario
Blueberry
Aprendiz
Aprendiz
Mensajes: 7
Registrado: Sab Nov 16, 2013 5:12 pm
Edad: 28

Re: Wonderland. Capítulo 2.

Mensaje por Blueberry »

Spoiler: Mostrar
Simon se llevó las manos a la frente.
–A ver –dijo conteniendo su rabia –, te lo volveremos a proponer: ¿quieres ser cazarrecompensas?
–No –respondió Kalahadol, quien aguardaba sentado en una silla entre el laberinto que las mesas del restaurante Finch formaban aquella noche.
–Me rindo –dijo, y se levantó de la silla, desesperado.
–Verás, Kalahadol –retomó Cahill mientras Simon daba vueltas de un lado a otro de la estancia –, es un trabajo sufrido, pero compensa. Se puede ganar mucho dinero si eres bueno. Mira, he visto lo que le has hecho al tipo de antes...
El camarero se le quedó observando, sin mediar palabra.
–... y podrías ganar dinero así –continuó Cahill –. Mucho dinero, montañas de dinero. ¿Seguro que no estás interesado?
–Seguro –sentenció Kalahadol.
–¡Venga, hombre, pero si te hemos ofrecido el cuarenta! –gritó desde un taburete frente a la barra Simon.
–No me interesa el trabajo, es solo eso.
–¿Prefieres ser camarero con ese potencial? –interrogó Simon.
–Claro.
Cahill respiró profundo y, apoyándose en su muleta, se levantó del asiento.
–No creo que te vayamos a convencer, así que mejor nos vamos a la cama.
Simon también se levantó y desapareció por las escaleras que subían al piso de las habitaciones, murmurando algo ininteligible.
Kalahadol se quedó observando la calle durante un rato, y luego se sirvió una cerveza que tomó con total tranquilidad. A doce de la mañana, subió a su habitación, que también se encontraba en su mismo lugar de trabajo, y rebuscó un libro en su armario. El marcapáginas no pasaba de la mitad del libro. La cubierta era verde oscura, con letras bordadas en dorado, y a Kalahadol le pareció una basura desde que abrió la tapa. Quitó el marcapáginas, una fina tira de cartón, y salió del cuarto.
Recorrió el pasillo y se detuvo frente a una puerta. Llamó con los nudillos. Se oyeron unas risitas dentro, luego unos pasos que se acercaban, y finalmente se abrió. Una hermosa jovencita se asomó por la ranura.
–Esmeralda –saludó Kalahadol con su tranuilizadora sonrisa –, venía a traerte el libro que me dejaste el otro día.
–Oh, así que ya lo has leído –respondió ella abriendo la puerta un poco más y cogiéndolo, con una actitud tan femenina como infantil, mostrando su sonrisa de dulce diablilla –. ¿Qué te ha parecido?
Kalahadol sonrojó.
–Me ha gustado mucho. Sobre todo cuando el protagonista decide bajarse en esa isla desierta y conoce a la nativa. Fue un momento muy bonito.
–Ah, sí, ya me acuerdo. ¿Y qué te ha parecido la boda?
Era obvio que Kalahadol no había leído ese trozo, así que improvisó:
–De ensueño.
Esmeralda dibujó una mueca de confusión en su rostro barniz.
Una voz gruñona los interrumpió desde el interior de la habitación de la joven, y un niño de no más de veinte años asomó también por la rendija.
–Vaya, pero si es el camarero –dijo el chaval, con más pintas de macarra que de otra cosa –. ¿Nos has traído algo para beber o te quieres unir a la fiesta?
–Carl, por favor –dijo Esmeralda con aparente gesto de incomodidad, y lo intentó apartar con las manos.
Carl dio un cachete en el trasero a Esmeralda, y esta dio un respingo, pero ya no sonreía; las risitas que momentos antes escuchó Kalahadol parecían ahora espejismos.
–Lo siento mucho –dijo la joven, y cerró la puerta.
Kalahadol bajó la mirada y regresó a su cuarto, donde el armario le esperaba aún abierto. Se agachó frente al armario y acarició una bolsa de cuero negro y brillante, y luego la abrió, y de ella sacó dos guantes de piel de gato atigrado, de rayas grises y negras. Los dedos de esos guantes acababan donde comenzaban unas afiladas hojas de más de medio metro. Kalahadol metió la mano de nuevo en la bolsa para buscar el guante que completase el par, pero este tenía las hojas de metal quebradas. Se quedó largo rato observándolos con una mirada reticente, acariciándolos suavemente pero sin querer sentirlos. Hasta que se los probó. ¡Ah, qué recuerdos, ah, qué confortables! Esa noche acabaría lo que llevaba tanto tiempo preparando.

Nota del autor:
Ayer, cuando empecé a escribir este capítulo, me di cuenta de que os estoy decepcionando a vosotros, queridos lectores, y me estoy decepcionando a mí. Estoy escribiendo mal, pues escribir es reescribir, y yo me releo este fanfic como mucho una vez para corregir, si es que hay, algún fallo de ortografía. Así que os quiero pedir perdón y anunciaros que lo que leáis a partir de aquí será una obra de un Blueberry que no busque la cantidad tanto como la calidad. A partir de aquí, la calidad es la de un Blueberry escritor, no lo de un Blueberry aficionado. Con esto no quiero decir que sea un escritor, ¡ya me gustaría!, pero... bueno, dejémoslo. Creo que ya habéis entendido lo que os quería decir. Disfrutad de un verdadero fanfic.


Día 4 antes de Halloween
Un grito ensordecedor despertó a Simon y a Cahill antes de que despuntase el sol. Acudieron raudos al pasillo. Y ahí estaba Esmeralda, la hija del dueño del restaurante/hostal Finch, llorando en el suelo al cadáver de un joven tumbado en un charco de sangre.
Las horas siguientes fueron cuanto menos confusas. Vinieron los guardias del pueblo: un hombre barrigón y su lacayo raquítico y encorvado, y estuvieron mirando varios minutos el cadáver, tomando apuntes y acariciándose la oreja y rascándose la barbilla, agachándose aquí y allá, buscando el perfil bueno de la víctima, quizá. También se presentó en el hostal un fotógrafo del periódico local, pero a ese no le dejaron entrar. Cabreado, desapareció por la esquina cuando llegaron los servicios médicos, que más que a ayudar vinieron a confirmar lo obvio.
–Si es que ya decía yo que no podía estar vivo con tan poca sangre –dedujo el jefe de policía en una impresionante muestra de astucia –. Decía que no podía ser y no podía ser.
Y orgulloso se retiró a buscar pruebas, y encontró una en el bar: una taza de café sospechosa que el dueño llenaba con un garbo envidiable; y cuando creía que eso sería todo, mira por donde fue a hacer acto de presencia la panadera con su encargo diario de panes dulces y galletas. ¡Los cómplices! Al jefe de policía le brillaron los ojos, el señor Finch entendió que estaba todo bajo control y sirvió otra taza, esta vez con más azúcar que café. Y luego llegaron los curiosos, que decían que alguien les había dicho que había un muerto, y luego las ancianas, y luego los niños. En resumen, que el pueblo se reunió en la puerta del bar para ver salir la bolsa blanca en su paseo triunfal hasta el depósito, donde los forenses (unos tipos excéntricos y medio majaretas, según decían en el pueblo) lo escrutarían mejor, como se debe, para luego informar debidamente a su señoría el jefe de policía, que ya había engullido a varias decenas de sospechosos.
No quedaba títere con cabeza en el restaurante que aquel día no cerró, sino que vio como sus ventas se multiplicaban. El morbo atraía a los conciudadanos como el olor de las heces atrae a las moscas. Todos revoloteaban por ahí con la premisa de una copa de esto o un plato de aquello, pero iban a lo que iban, y eso lo sabía todo el mundo. Lo sabía el señor Finch, lo sabía la señora Finch, pero sobre todo lo sabía Simon. A Simon le repugnaban los interesados en ver muertos, y siempre lo decía.
–Me repugnan los interesados en ver muertos.
–Pero si tú eres el que más rato se ha quedado mirando el cadáver –repuso Cahill mientras masticaba el pollo que el señor Finch les había subido por ser clientes del hostal.
–¡Hombre, si te parece! Estaba en la puerta de mi habitación.
Cahill refunfuñó algo, y Simon no le volvió a dirigir la palabra hasta que unos gritos presagiaban otro cadáver en la puerta. Simon se precipitó en busca del pomo desgastado y abrió la puerta.
–¡No he hecho nada, lo juro! –gritaba Kalahadol mientras cuatro fornido guardias (de los de verdad) lo arrastraban pasillo adelante.
La señora Finch intuía con horror la escena y se tapaba la cara con las manos o giraba el cuello para no tener que cruzar la mirada con su camarero. Y ahí estaba también Esmeralda, descuartizando con los ojos a Kalahadol y llorando al mismo tiempo.
–Esmeralda, tú me crees –dijo esperanzado Kalahadol cuando llegó a su altura –, ¿verdad? Sabes que yo no no mataría una musca.
La fuerza del camarero lo mantuvo erguido en la misma posición, por mucho que los policías lo intentasen mover, porque Kalahadol era más fuerte que ellos, y él lo sabía, pero no quería que lo supiesen los demás, porque no era el momento idóneo para mostrar la habilidad de uno para reventar cráneos.
Y Esmeralda lo fulminó con esa mirada llorosa y le dijo:
–Ojalá te mueras, asesino.
Kalahadol perdió toda su fuerza en un instante, y los policías lo llevaron escaleras abajo, donde desapareció con un mirada de estupor en la cara.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Cahill al jefe de policía, que se cruzaba ya aquí masticando otro sospechoso.
–Pues que resulta que aquí, el camarero, era el asesino.
–No parecía un hombre violento.
El jefe de policía soltó una carcajada.
–¡Ay que no! Cinco veces que ha apuñalado al chaval con un cuchillo de la cocina.
Y el jefe siguió pasillo abajo.
–¿Pero ya tienen pruebas de que haya sido él?
Entonces el jefe de policía de Einsen mostró una velocidad impropia de alguien de su calibre, y llegó al final del pasillo y bajó las escaleras haciendo oídos sordos, porque no responde a los interesado, pero a veces se le va la lengua.
Cahill cerró la puerta. Dentro esperaba Simon.
–Joder –dijo para sí mismo Simon, incapaz de creer que hubiesen ofrecido un trato a un asesino.
–¿”Joder” qué?
–Que se lo ha cargado.
–No hay pruebas. Y creo que no es mal chico. Creo que podemos ayudarle.
–No, no, no. No me metas en tus investigaciones.
–Te gustan tanto como a mí.
–¿Por dónde empezamos?

Nota del autor:
Ah, por cierto, se me olvidaba que esto no es solo un fanfiction de One Piece, sino que se tratará de un crossover entre este manga y otro que más adelante descubriréis. Aun así, espero que disfrutéis igualmente.
Responder