Kingdom Hearts: Lo que dejamos atrás

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Mareanegra
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Registrado: Mié May 23, 2018 11:59 am

Kingdom Hearts: Lo que dejamos atrás

Mensaje por Mareanegra »

Iba a actualizar el fic de Digimon, pero con la avalancha de trailers de Kingdom Hearts 3 no he podido resistirme a postear esta historia. Espero que la disfruten. Si gusta, quizá publique más.

Lo que dejamos atrás


En medio de la confusión, Sora había optado por mantener la mente ocupada, entregándose a la adrenalina del combate y dejándose deslumbrar por las luces de un mundo extraño. En parte era fácil porque sus dos aliados, un pato mágico y un humanoide de aspecto perruno, acrecentaban la sensación de irrealidad. Por momentos creía que todo cuanto experimentaba era producto de un sueño, un sueño del que no quería escapar por temor a lo que se encontraría al despertar. Deseaba que los acontecimientos continuaran sucediéndose de forma caótica e ininterrumpida, que Ciudad del Paso nunca redujese su vertiginoso ritmo.

Cuando finalmente despertó en la oscuridad de una habitación desconocida, supo que había llegado el temido momento de afrontar la verdad. La quietud de la noche era angustiante y la penumbra casi total; ahora sabía que las sombras no solo anidaban en los corazones de la gente sino que también eran capaces de morder, arañar y arrasar con todo lo que encontraban a su paso.

Se movió a tientas, empujó una puerta chirriante y salió al comedor. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto. La oscuridad de la estancia no era tan inescrutable como la del cuarto, pero todavía podía sentir su tersura siniestra acariciándole la piel.

El hada dormía profundamente junto a la chimenea. Sora soltó un respingo al verla. Luego, al contemplar detenidamente su apacible rostro, le invadió una calma fugaz semejante a la que uno experimenta al sentir la caricia de unas gotas de lluvia en un día caluroso. Hubiera parecido una abuelita cualquiera sentada en una mecedora de no haber sido por el tenue resplandor que emitía su túnica azul pastel. La tarde anterior, tras las clases de magia impartidas por el mago, se había acercado a ella por primera vez para preguntarle acerca de una piedra brillante que siempre llevaba consigo.

—Yo no las llamaría piedras —explicó con dulzura el hada—. Son los remanentes de los mundos consumidos por la oscuridad. Algunos criaturas, en lugar de desaparecer junto con sus mundos, encapsulan todo el poder de sus corazones en estas piedras.

No llegó a preguntar si los habitantes de su mundo habrían corrido igual suerte. Su madre, Riku, Kairi… No quería ni podía imaginar que hubieran terminado consumidos por la oscuridad, perdidos para siempre en la inmensidad del universo. Aunque todavía no estaba preparado para lamentar pérdidas, recién empezaba a sentir que un abismo gigantesco se extendía a sus espaldas.

¿Quién era? Desde luego, ya nunca más sería el chico feliz y desprocupado de Islas del Destino. Ahora tenia la Llave Espada y cargaba una responsabilidad aterradoramente grande sobre sus hombros. En incontables ocasiones había fantaseado con embarcarse en aventuras repletas de peligros, imaginando que la espada de madera que blandía contra Riku era un arma implacable capaz de dar muerte al más terrible de sus adversarios. Lo que jamás llegó a imaginar fue que sus sueños acabaran por volverse reales cobrando una forma pesadillesca.

Se le estaba formando un nudo en el estomago. Aunque aquello implicara desobedecer las advertencias del mago, necesitaba con urgencia alejarse de la casa y respirar el aire frío del exterior. Abrió con cuidado la puerta de la entrada y, tras cruzar el umbral, la cerró sin hacer ruido; acto seguido tomó aire mediante respiraciones largas y profundas, tratando de hinchar los pulmones, pero parecía como si estos se negaran a llenarse del todo. Caminó alrededor del islote sobre la que se erigía la casa del mago. La mullida alfombra de hierba amortiguaba los pasos de sus pies descalzos, de modo que se movía en completo silencio, una sombra entre muchas otras. No pudo evitar preguntarse si con el tiempo acabaría convertido en una. En aquella noche cerrada, el único indicio fiable, la única razón por la que sabía que todavía no había caído presa de la oscuridad eran los débiles latidos de su corazón.

Un chapoteo interrumpió sus pensamientos. Había sonado cerca de la fachada de la casa. Dirigió sus pasos hacia el origen del sonido, temiendo que se tratara de un sincorazón. Suspiró aliviado al distinguir la inconfundible silueta de Goofy recortada contra el resplandor del paso mágico que guardaba la entrada a los dominios del mago. El extraño perro antropomórfico estaba parado ante la orilla del lago subterráneo y sujetaba una tosca caña de pescar. Pese a su aspecto, Goofy se defendía muy bien empleando un único escudo que utilizaba como defensa y arma arrojadiza. En más de una ocasión lo había visto cruzar el cielo como una centella verde frenando la embestida aérea de un decenar de nocturnos rojos. No hacia gala de la misma destreza con la caña de pescar, de la que tiraba con exceso de fuerza al más leve temblor.

—Yo usaría la tanza —dijo Sora.

Goofy ahogó un grito de sorpresa, se tropezó con sus propias piernas y cayó de espaldas al suelo.

Sora se acercó a su encuentro.

—Tranquilo, soy yo.

—Ah, Sora, no te había visto venir.

Goofy se echó a reír. Su risa era muy peculiar, una especie de "Ajia". Sora reprimió una sonrisa.

—Siento haberte asustado.

—Pensaba que eras Donald. Verás, hoy me toca hacer la guardia de noche y no quería que me pillara.

—Descuida.

Goofy tomó la mano de Sora y se incorporó. Respiró hondo, puso los brazos en jarras y echó un vistazo general a la caverna.

—En mi mundo es muy difícil pescar, ¿sabes?

—El mío está lleno de peces. De todos los tamaños y colores.

Los ojos de Goofy se iluminaron. A Sora le caía bien; no lo cuestionaba y se veía a la legua que era una buena persona (o lo que sea que fuese). Todo lo contrario al pato.

—Algún día me lo tienes que enseñar —pidió Goofy.

—No creo que pueda. Mi isla ha…

El nudo del estómago ascendió a la garganta y sintió que los ojos se le humedecían. Entonces rompió a llorar por primera vez desde que la oscuridad se cerniera sobre su hogar.

Goofy se maldijo por su torpeza. Era un ciudadano de Castillo Disney, un reino que desde el principio de los tiempos había levantado barreras defensivas contra las tinieblas del exterior. Donald, que había viajado mucho y estaba familiarizado con las emociones primarias ligadas a la oscuridad, habría sabido qué decir para animar al chico, pero Goofy, en su ignorancia, no podía hacer otra cosa que escuchar a su corazón.

La caverna se llenaba de llantos. Goofy no soportaba ver a Sora tan desconsolado. Si la tristeza fuera tangible, con gusto la habría acogido entre sus brazos con tal de librar al chico de su pesada carga. Este pensamiento le dio una idea. Avanzó unos pasos y rodeó con los brazos a Sora, que correspondió al abrazo incluso antes de comprender lo mucho que lo necesitaba.

—Tranquilo, todo pasa. —Goofy sintió que una bombilla se encendía en su cabeza—. ¡Menos la luz! No olvides que la luz siempre permanece. Solo tienes que buscarla poniendo todo tu corazón en ello. Y creo que lo estás haciendo muy bien. Por algo eres el elegido de la Llave Espada.

—Cualquiera podría empuñarla —dijo Sora, tratando de calmarse—. A veces siento que actúa por su cuenta.

—Eso no es cierto —repuso Goofy, poniéndose muy serio de repete—. La llave es solo una herramienta, pero la fuerza está en su portador. Eres el que se encargará de restaurar el equilibrio en los mundos, pero no debes pensar ni un momento que estás solo en esto. —Goofy le dio unas palmaditas en la espalda y guiñó un ojo—. Donald y yo te cubriremos las espaldas.

Sora se limpió las lágrimas con la manga de la camiseta.

—Gracias, Goofy.

Y aunque todavía le esperaban muchas noches en vela, desde entonces a Sora le resultó más fácil apartar la mirada del abismo que se extendía tras de sí y encaminarse hacia nuevos destinos.